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Donde la memoria se sienta a cantar

Los camerinos se desnudan en el escenario con las tertulias de Somos Mamacuchara, un espacio donde los secretos y las anécdotas se abrazan con el público del Auditorio Raúl Garzón.

 

La lluvia silencia, grita y sacude la tarde en Mama Cuchara. Eduardo ‘Chocolate’ Morales habla en la puerta del centro cultural con algún compañero, con quien promete verse luego del temporal. Le regala una sonrisa y esa venia que, a las leyendas o los personajes de gran altura, ya les es costumbre. Entre tanto ir y venir, me acerco a comprarle uno de sus discos, que guarda con amplio orgullo en una caja casi vacía dentro de su auto. “Hay que guardar algunos para mis colegas”, dice mientras me señala, en un disco que decidió regalarme, a quien trajo el requinto al Ecuador: Guillermo Rodríguez.

Al regresar a Mama Cuchara, también escapamos de la lluvia escandalosa y, en un silencio mezclado con preguntas mías, se despide con la frase: “necesitaría muchas horas para contarte mis más de cincuenta años de carrera”.

Emprendo mi viaje sobre estas paredes, pasillos y gradas en formas de serpientes dormidas y otras confundidas. Caminar y perderse es la primera regla del lugar. Uno se encuentra con ensayaderos, bodegas oscuras o dos pianos a solas, que parecen hablarse aun con la tapa cerrada. La lluvia, que agota sus palabras en el tiempo, me traza el camino al Auditorio Raúl Garzón que, a dos horas de la tertulia de hoy, con el Grupo Yavirac y Navijio Cevallos, no ha prendido sus luces.

En esa oscuridad, el sitio prende sus voces. Decenas de susurros mueven y arman cosas. Pronto, el Grupo Yavirac sale a ensayar con ropa casual y, entre ellos y la luz del escenario, preparan sus voces, los dedos y las bromas del día. Eduardo calcula los chistes como acaricia las cuerdas de su requinto. Samandra Michuy calienta la voz al ritmo de un vestido floreado y la mirada inquieta por su hija, quien la acompaña en primera fila y la graba con orgullosa vanidad. Luis Tituaña y Edwin Gutiérrez ocupan las esquinas del cuarteto con timidez. Entre ellos ajustan la pronta noche y bromean seguido que estarían listos para cualquier situación: en el teatro más grande del mundo o en la cantina más trizada del barrio.

Esta fue la primera de las tertulias de 'Somos Mamacuchara'. Foto: Ana Lu Zapata.

Al tener todo listo, el auditorio se apaga nuevamente para luego encenderse solamente con el aplauso del público. El telón se cierra y los cuatro integrantes de Yavirac descienden a camerinos, donde los espera una sorpresa anunciada hace ya algunas semanas.

En el fondo del pasillo de los camerinos aparece un hombre de estatura media-baja, sencillo y maravillado por las paredes que resuelven su encuentro. Sonríe con la coquetería de un galán, o más bien, de un manaba. Navijio Cevallos tiene la mirada astuta y una lengua bailarina. Antes de entrevistarlo, Tatiana Carrillo, coordinadora del Centro Cultural Mama Cuchara, lanza una broma a Cevallos sobre lo que vaya a decir frente a las cámaras. Él, con la argucia de un conquistador, responde: “soy sincero, tú sabes”. De frente a las preguntas, dice que “siempre peca de espontáneo” y, cuando es consultado sobre su talento, responde: “si a Messi le pones a tocar una guitarra, no lo logra, pero si le das un balón, es el mejor del mundo (…) todos somos especiales en algo”.

Tras varios años en la Fundación Teatro Nacional Sucre con el Trío Pambil, Navijio regresó a este lugar, que fue su hogar junto a los compañeros con quienes compartió camerinos y escenarios. Esta vez lo hace con su hija, Naghia.

El grupo y Navijio se reúnen después de largo tiempo en el camerino, donde pasan copas de vino entre manos y sus ojos bailan, muy íntimos, con las risas. Pasan algunos minutos y el público empieza a llegar al auditorio. No hay una edad definida de quienes asisten. Acude un gran grupo de coristas que ensayan en este espacio; a ellos se suman parejas enamoradas y varios vecinos de la tercera edad. Muchos son fans de ‘Chocolate’ y Navijio. Groupies o no, alimentan con energía la entrada de cada uno de los músicos al escenario, quienes repiten el saludo del camerino a Carrillo, que recibe a sus compañeros con otra copa de vino, en una situación confusa entre decidir cuál es el vaso de quién. Aun de lleno en la incomodidad, se nota que todos ahí arriba fueron salpicados por el tiempo y la amistad; entonces, la risa fácil y la lengua liviana lo justifican todo.

Eduardo ama el aplauso, o más bien, lo mantiene cuerdo con su humor. Samandra apuesta a su seguridad, que la transporta al protagonismo de cualquier sitio. Luis —o ‘viejo Lucho’ para los Yavirac— entra con la experiencia de un bienaventurado. Se sabe de memoria sus pasos y el recorte correcto de pecho, barriga y respiración. Se sienta recto en la pequeña sala que se ha configurado en el escenario, y su peinado hacia atrás, sostenido por un fuerte aplique de gel, lo convierte en sinónimo de elegancia. Edwin aparece como una sombra que, de a poco, desaparece entre todas las voces. Sin embargo, solo es necesario un golpe de música para transformarlo en pieza clave de cualquier acorde. Su voz se mueve en el aire como un eco agudo que, con el repertorio, se transforma en un puñal al alma. De fondo llega Navijio, de nuevo con esa sonrisa que causa otras más en quienes lo ven, además de gritos de sus fans, que le piden música a primera vista.

Una vez sentados, la química es instantánea. Sus cuerpos ligeros hablan sobre los comienzos de cada uno que, por coincidencia, se parecen. Muchos de ellos nunca pensaron ser músicos. La mayoría llegó por un accidente, un ruego desaparecido o porque la música, como un capricho en forma de amor, siempre regresa.

Por ejemplo, Luis cuenta que, de niño, su padre le hizo una pregunta fácil: “¿el fútbol o la música?”. Tituaña, quien ahora toca el bajo y canta en el Grupo Yavirac, eligió la música y, de paso, la arquitectura. “He construido algunas casas e incluso ayudo en trámites a mis compañeros”, dice, y una mano en el fondo del auditorio se levanta a decir: “¡a mí!”. Samandra confiesa que le fue difícil dejar de ser maestra para ser música a tiempo completo. Cuenta: “yo hice la audición y me eligieron, pero rechacé el trabajo…”. Al día siguiente regresó a sus labores de profesora en un jardín y cuenta que “ese día los niños gritaban mucho, estaban descontrolados, no sabía qué les pasaba. Me vi en un espejo y me dije a mí misma que haber rechazado a Yavirac fue un error”. Michuy no creyó que su arrepentimiento rindiera frutos, pero una llamada, en la que le decían que la persona que había quedado en su puesto no aceptó el cargo y que aún tenían la puerta abierta para ella, abrió todas sus posibilidades. Respondió que sí, sin más dudas. Más de veinte años de profesora se pausaron para que ella tomara otro rumbo. “Cambié mi vida”, dice en la tertulia y bromea que, desde ese momento, “tuvo que lidiar con otros niños”, refiriéndose, entre risas, a la banda.

Samandra Michuy responde a las preguntas de Tatiana Carrillo. Foto: Ana Lu Zapata.

El caso de Eduardo es de estudio, o bueno, de disfrute. Lo del aplauso no es un aditamento a su carisma, sino un tornillo que le da giros a su vida. El barrio lo recibe de esta forma y él, como un político sin manchas, levanta sus manos pidiendo más de esos golpes de admiración. “¡Gracias, gracias!”, responde a cada broma bien calzada o a cualquier reflexión que sus años justifican. Juega también con sus compañeros y ese estatus de leyenda se transforma en el de amigo; bromea con que “aquí en Yavirac veo que hay puro renegado”, después de que todos cuentan que la música llegó por las esquinas y no por el camino que seguían. Morales cuenta su historia en un resumen preciso, desde el día que lo llamaron ‘Chocolate’ —que iba a ser el apodo de otro, pero se quedó en él porque la música así lo quiso— hasta esa vez que, por culpa del aplauso, se levantó esperándolo cuando alguien en el registro civil lo llamó por su nombre para que recogiera sus documentos. “Si volviera a nacer, elegiría la música”, dice cuando su turno con el micrófono termina, pero los aplausos se reanudan. ‘Chocolate’, inspirado por él, se levanta de su asiento y nuevamente pide con sus manos más de ellos, que estos no terminen.

Navijio es el siguiente, que, motivado por las bromas de sus antiguos compañeros, arrasa con la conversación usando a su niñez como punto de partida. Explica que su nombre, tal como muchos manabitas, es extraño, pero que alguna vez descubrió que en Italia se asemejaba al sonar de los navíos. Compara su aventura con la de la música, que lo llevó desde las ferias tortuosas hasta hoy, donde se une a Naghia para cantar juntos en vivo.

Navijio Cevallos en su presentación a solas en el ARG. Foto: Ana Lu Zapata.

Al terminar las anécdotas de Cevallos, Carrillo pregunta al público a quién quieren escuchar cantar. “¡A todos!”, gritan desde la primera hasta la última fila. Navijio toma la batuta y, a solas con su instrumento, le canta al auditorio. Es una voz que pellizca la piel con ternura y dolor, que no satura el audio ni se pega a la timidez: suena a un susurro coqueto y galán, que simboliza su carácter. Después de la soledad, se le une su hija, que lidera la voz y ahoga en sonrisas al músico.

Yavirac le sigue con un repertorio igual de emotivo. El músico manabita los escucha de espaldas, viendo al horizonte, ingresando a las historias de sus amigos con la piel abierta.

Luego volverán a la conversación y discutirán sobre las rarezas en sus orígenes. El público se une a la charla con preguntas, alguna de ellas sobre cómo preservar el pasillo en la historia actual. Carrillo dice que estos están pasando y el público debe abrirse a escucharlos. Navijio responde que ha trabajado en nuevas obras y está a la espera de formalizarlas en el cancionero nacional.

Un pequeño momento de reconocimiento sucede previo al último encuentro musical, donde hablan de la tertulia y cómo esta es necesaria para llevar las historias de camerino a los oídos del público. Posterior a ella, Gladys Alvear, una de las asistentes, dice que “estos espacios unen el arte con la esencia de nuestros artistas” y Marco Jarrín, otro asistente, confiesa que, gracias a estos encuentros, “el público se compromete con el artista (…) lo entiende”.

El encuentro entre todos al final de la tertulia. Foto: Ana Lu Zapata.

Al finalizar el evento, el Grupo Yavirac y Navijio se unen en una especie de encuentro de leyendas. Tocan pasillos al son del momento, encontrándose mientras todo sucede. El desorden llama a la alegría y todos, incluida la hija de Navijio, crean una alineación inédita.

“Yo venía de pequeña”, cuenta Naghia al finalizar el concierto, “y ahora que veo este lugar ¡qué lindo que está!”. Sobre compartir escenario con su papá, dice que se siente honrada por ver adónde llegó él con su música. “Él me sostiene en el escenario”, dice, “eso es lo más lindo que hay”.

La noche se va secando y el viento abraza a Mama Cuchara, que, de a poco, despide a quienes la visitaron en esta velada. Muchos se van con una sonrisa inspirada por la emoción de los recuerdos, asunto que la tertulia abre en medio del encuentro de años.

En la puerta del centro cultural las luces ya no presentan a los extraños y las despedidas con besos en las mejillas son entre sombras. Entre ellas está Samandra, que, junto a su hija y algunas sonrisas, despide a quienes los vinieron a escuchar. Mañana ellos volverán a este sitio que los resumen en historias vivas y, en algún momento, quizá con nuevas de ellas, volverán a sentarse y contarlas, sin importar que les tome varias horas explicar todas las décadas que el arte fue su cómplice.

¿Quieres más historias? Ven a escuchar el resto de las tertulias que el proyecto Somos Mamacuchara ofrece para ti.

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