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Los Piratas de Guaranda: fiesta, memoria y carnaval

Hablas de Guaranda y el carnaval con las mismas letras, el mismo aire y la misma música. Los Piratas, dueños de esta historia, la cuentan a través de Jaime Calles, una semana antes de su presentación en el Teatro Nacional Sucre.

por Adrián Gusqui

—Jaime, ¿si me escucha? – pregunto a un rostro entre pixeles.

—Sí, le escucho…un poquito borroso—, responde Calle mientras sonríe de oreja a oreja.

Jaime entra a la llamada de Zoom desde -lo que parece- un cyber en Guaranda, le relucen los pómulos y el reflejo en la luna de los lentes se confunde con el brillo de sus ojos vidriosos, excusados solamente por la sonrisa con la que habla de Los Piratas de Guaranda, club-grupo-y-familia que lo adoptó desde que era un adolescente. Ahora tiene 79 años.

Es abogado de profesión, pero en carnaval pierde esa máscara para convertirse en un pirata, que no navega por mares sin nombre o con botines llenos de grandes riquezas, aunque, para él y sus camaradas, la fiesta de la ciudad es su tesoro. —En Los Piratas me dicen que soy el Gerente Propietario—, bromea Calles, aún con la sonrisa inquieta del primer saludo, que sólo es interrumpida por un recuerdo inevitable que ronda en su cabeza —ahora somos cuatro de los veinte que la fundamos, algunos ya se me adelantaron…—.

La música popular unió a esta comunidad de músicos profesionales y amateurs hace casi sesenta años, en 1970. Su amistad inició en canchas de tierra guarandeñas, en donde varios de sus integrantes representaban a diferentes clubes de fútbol de la ciudad. La rivalidad en el deporte trascendió el polvo del corre-corre y las barridas mata-tibias a encuentros con fiesta y bebida que no conocían silencio ni aburrimiento. 

Desde ese entonces el Club Piratas Guaranda -como también se presentan al mundo- participa activamente y sin falta en las comparsas del Carnaval de la provincia. Su presencia llena a las avenidas de alegría y música de extracto nacional. Algunas de estas composiciones pertenecen a artistas de la ciudad e incluso puedes escucharlas en plataformas de streaming.

—¿Por qué piratas? —, pregunto a Jaime, quien habla a la misma velocidad que los pasos de la banda en las calles de la ciudad. Como si de una película de cinta se tratara, regresa a los fotogramas de su adolescencia y me cuenta un recuerdo de la selección de fútbol de Brasil, un mundial y el páramo en Guanujo, una década antes de oficializar al grupo en la historia. 

—Mire, a nosotros nos gusta la bohemia y por lo tanto somos bebedores sociales. Recuerdo que era el año 1960 y Brasil había ganado el campeonato mundial, la señal de televisión en ese entonces era muy rudimentaria, muy triste. Teníamos que subir al techo de la cubierta de la casa para poner una antena para que coja la señal, ¡imagínese! —, Jaime no hace pausas en su relato, los rostros que lo acompañaban aún saltan a su memoria como chispazos de aventura. —Un señor, de apellido Solís, llega y nos propone lo siguiente: ‘Doctor, ¿sabe qué? Vamos a Guanujo, que allá la señal está buena’ Pero Guanujo es frío, es páramo. Él nos dice ‘yo les voy a preparar una canela’ ¿Una canela? No era un vaso de canela, era una botella y al día siguiente nos dio más. Entre esas me dice que en otra esquina la señal es mejor, bueno, vamos a allá y habíamos llegado a una casita de campo. Entramos y nos sentamos en una banca sostenida con ladrillos de adobe. Una señora nos preparó un aguado. En esas se acerca otro amigo mío, Mario Calderón, y me dice: ‘Oiga compadre, ustedes dizque son unos piratas’ y así quedamos con ese nombre.

En una entrevista previa, Jaime explica que este apodo respondía a la jocosidad de sus integrantes. —En saber tener amistad—, confiesa.

Según la lengua del pueblo, los piratas son pillos y bestias de baja moral en tierras anónimas, pero Los Piratas de Guaranda le hacen el feo a esa historia, en cambio, su vida los une a la gente a través de la solidaridad y la alegría. —Cuando hacemos la comparsa la gente se mete con nosotros a bailar —dice Jaime—, los muchachos se acercan y dicen que quieren ingresar a Los Piratas. ¿Cuál es el requisito para ser uno de nosotros? Saber cantar y gestionar el bien, la voluntad, la forma de ser y el cariño que expresamos —también recomienda que, quienes quieran incluirse a su comparsa, tengan a la mano una alegría líquida—, usted sírvanos una copita, nos vamos alegres y nos reímos de nuestras propias ocurrencias. Por otra parte, Segundo Realpe (un pirata), dice en otra entrevista que —el Pirata debe entregar todo su corazón a la fiesta del carnaval—, un precio sin fecha de corte.

Al escuchar la música de Los Piratas es recomendable tomar su corazón en la palma de la mano y escurrirlo con fuerza. Sugerimos un pañuelo y olvidarse de la ciudad para viajar al alto campo, donde la música se conecta al cielo, a la piel y a un lugar fuera del espacio: la memoria.  

Calles expresa el amor a sus tierras enseñándome en la videollamada un libro escrito por Luisa Hidalgo de coplas guarandeñas y mencionando cada cuanto al Dr. Augusto César Saltos, personajes ilustres en la provincia que influenciaron decisivamente en el desarrollo del grupo.

—De nosotros se van a olvidar, de la música difícilmente—, me dice Jaime, riéndose de su destino. La herencia, como siempre en la tradición, está en tela de duda, ¿quiénes vendrán luego? ¿habrá alguien interesado en su devenir? Él responde tranquilo con que no es una preocupación actual. Los hijos, los niños, las mujeres y las generaciones se unen por naturaleza a la fiesta de Los Piratas. La relación del grupo con las nuevas generaciones es tan fuerte y material que el 25 de enero en su concierto en el Teatro Nacional Sucre se presentaron junto a los 52 músicos de la Orquesta Infanto Juvenil de Guaranda.

Herencia y futuro, ¿qué decir del presente? En el teatro la fiesta se transforma, —¿cómo transmitir lo que sucede en las calles desde este espacio? — pregunto. Jaime piensa que la creatividad es la salvación y que las formas, a pesar de sus diferencias, sacuden al público. Él está seguro de que lo sabrá cuando el aplauso le responda. —Ese es el mejor homenaje—, confiesa con la humildad de alguien que conoce ese sonido hace décadas.

Me muestra los vinilos del grupo, algunos libros de papel cuché en los que aparecen y explica que la elegancia de sus prendas en el concierto no es negociable. —Siempre que doy entrevistas yo me emociono…—, hace un breve respiro y ve a su alrededor, parece que alguien le dispara una mirada. —Mi señora me sabe decir: ‘más despacio, más despacio’, pero es mi forma de ser, mi rostro expresivo, que a veces lo contagio, a veces lo critican—.

Calles tiene a Los Piratas en su piel y su sonrisa permanente lo explica. También está seguro de que el tiempo pasará, pero que la música ya hizo raíces en su páramo-vida-páramo-historia antes de que él se diera cuenta. —Algunos (del grupo) ya se fueron a arriba, esperándome a que yo llegue para cantar bien—, comenta él, quien no abandona la cortina de humor en medio de la fatalidad.

Jaime es un pirata, uno de todos, uno de los que aún vendrán. Es el rostro de una tripulación que se niega al olvido desde una provincia donde la memoria es la última palabra del libro. Piensa en el final, tanto como recuerda el primer día, el futuro no le es extraño, este no importa si el baile, la bebida y sus camaradas lo acompañan hasta el amanecer.