Este perfil forma parte de un especial dedicado a lxs curadores seleccionadxs en la Convocatoria 2025 para la curaduría de muestras escénicas.
Arrieta lleva al teatro consigo hace tres décadas. El pachuqueño interviene con su arte en sitios donde el olvido pareció ocuparlo todo. Conócelo a continuación.
por Adrián Gusqui
Fan de Radiohead y Andrés Landero; del drama y la fiesta. Francisco Arrieta defiende a Pachuca, sus aventuras y los espacios con la misma energía de cuando tenía 17 años y el teatro cacheteó su existencia. Además de su vasta experiencia en las artes escénicas, la docencia y el performance, es uno de los cuatro curadores seleccionados para la muestra escénica de 2025 en la Fundación Teatro Nacional Sucre.

Contesta la llamada desde su natal Pachuca, en una habitación abrazada por el sol. —Es una ciudad muy tranquila, donde se vive bien —dice— aunque es peculiar: la mayoría de gente que vive aquí tiene la necesidad de irse.
Él también se fue, pero volvió hace cuatro años. A su regreso se encontró con una identidad confusa sobre la ciudad.
La Bella Airosa, como se conoce a Pachuca, se explica con el viento y sus ríos, dos elementos que, para Francisco, quedaron en segundo plano cuando la minería invadió el entorno y, con el paso del tiempo, la identidad de quienes la habitan. El trabajo de Arrieta ocupa esos olvidos e intenta que, a través de la puesta en escena, sean recuperados junto a la ciudad. Su obra, además de pertenecer a los objetos, la memoria y los espacios, surge desde lo clásico, desde una experiencia que él recuerda como traumática, pero que jamás pudo dejar a un lado e incluso la perseguía en sueños.
—El teatro no hacía parte de mi vida —me cuenta.
Su familia paterna se dedicaba a la charrería y la materna, a los bomberos. De hecho, su abuelo fue uno de los fundadores del cuerpo de bomberos de Pachuca. —Mi relación con la cultura y el arte era nula —dice. Pero a sus 17 años, cuando el mundo atravesaba los años noventa, el grupo de teatro universitario de la Universidad Autónoma de Hidalgo se cruzó en su vida. Así lo recuerda:
“Casi siempre lo digo, pero para mí, estar en un grupo de teatro universitario cambió toda mi mentalidad. No solo por la sorpresa de haber actuado por primera vez, pues era algo que no tenía en mi vida (…) Por azares del destino, llego a este grupo de teatro y tengo este momento de shock corporal, porque si bien iba a los ensayos y me aprendía un texto, no sabía lo que era el hecho escénico, que es ya estar frente a un público. Entonces, al estreno y estar frente a un público, para mí fue totalmente compulsivo. Yo no sabía lo que le estaba pasando a mi cuerpo al estar en ese espacio totalmente indescriptible: entre que había gente y me miraba, yo pues… se me olvidó el texto. Mi cuerpo se preguntaba: ‘¿qué es esto?’. Me dio migraña. Fue todo un shock. Dejé de ir al teatro medio año, pero este aparecía hasta en mis sueños junto a ese lugar que me había generado un gran golpe corporal. Entonces, un día dije: ‘tengo que ir, algo me está llamando’. Volví a ir y jamás salí”.

Francisco confiesa que el iniciarse en una compañía universitaria lo ayudó a formar su conciencia social. Las presentaciones en territorio edificaron una visión panorámica sobre la ciudad que habitaba y desconocía, —la ciudad no era eso que nos contaban o que la gente decía de los barrios—, cuenta. Fue parte del teatro universitario por diez años, donde aprendió el camino tradicional de la puesta en escena y descubrió hacia donde podía estirar sus límites.
—Siempre pensé que había algo experimental y que no requería maquillarme o ponerme postizos—, recuerda Arrieta, quien retoma momentos de su pasado con la gracia de un adolescente, —imagínate que en mi primera obra yo salía de español, con una peluca que parecía de mi mamá y un pegamento que olía horrible. Ahora lo cuento entre risas, pero en ese momento yo me decía ‘no me gusta hacer esta cosa’—. Cursó un taller de performance con Luis Ibar y, en sus palabras, “se dio cuenta que había otra cosa” respecto al teatro tradicional.
—Tenía la libertad de experimentar. Después de este taller empecé a hacerlo con un montón de formas en el mismo teatro donde actuábamos—, cuenta con emoción, —ahí fue un siguiente cambio en mi vida, en lo que hacía en el performance, más como un trabajo corporal y que tenía que ver con mi propia vida más que con interpretar personajes—. Me dice, con absoluta confianza, que encontró en este espacio la posibilidad de no quedarse con el teatro a la italiana, —pude romper la cuarta pared y conocer otras posibilidades de la escena—, concluye.
La obra de Arrieta arriba en esta pista, donde el teatro olvida sus tablas y camina en un puente de piedra, conectando territorios y recuerdos a través de intervenciones. En sus trabajos hay un sentido de recuperación tanto como de investigación y que reflota ideas atadas a la desaparición. Dos ejemplos de ellos son: Nadie Muere Nunca y Red de Ríos, esta última incluyó a dos ríos ecuatorianos, el Guayas y Machángara.

En Nadie Muere Nunca, Francisco nos habla sobre las ausencias, impulsado especialmente por la muerte de su madre a causa de un infarto fulminante. —La obra es un parteaguas para trabajar sobre la memoria—, dice—. Esa ausencia inesperada me movió bastante. Además, este acontecimiento personal se vinculó con algo que ya venía ocurriendo aquí en México: la mal llamada guerra contra el narcotráfico. Había muchos asesinatos, desapariciones, y todo lo que estaba pasando en el país comenzó a afectarme. Para mí fue muy fuerte, porque vinculé la ausencia de mi madre, una ausencia abrupta, con las ausencias que generan las desapariciones forzadas en México.
En su lectura, Arrieta comprende este proceso como un acto de resiliencia. —Las artes escénicas son un espacio donde uno sana y ayuda a sanar—, comenta con firmeza—. Para mí, hacer esta obra implicó indagar en esta sensación y cómo se vinculaba con lo que leía a diario sobre estas ausencias.
Entre sus proyectos destaca el Semillero de Artes Vivas, un espacio creado por Arrieta donde se generan obras a partir de la memoria en la ciudad que habitan. Él busca, según su sitio web, “tejer memorias de cuerpos de agua, ensamblando cuerpos (humanos y más-que-humanos) y territorios, a través de encuentros y diálogos poéticos y críticos”.
—En Red de Ríos —comenta— la obra tiene que ver con el poder caminar la ciudad (…) Hacíamos derivas performativas por la ciudad e invitábamos a los espectadores a recorrerla con audios como guía.
Francisco tomó los ríos como fuente de inspiración para conocer el origen de su ciudad y otorgarle una nueva identidad, en contraste con su historia marcada por la minería. “Si el río pudiera hablar, ¿qué nos diría?”, “Si nosotrxs pudiéramos decirle algo al río, ¿qué le diríamos?” son algunas de las preguntas que intenta responder con estas obras, las cuales lo han llevado a reinterpretar la esencia de los habitantes de la ciudad mediante “acciones y laboratorios desarrollados por colectivos, artistas, estudiantes y activistas, en torno a distintas realidades y problemáticas”.
Su obra completa, además de otros trabajos como residencias, colaboraciones y laboratorios, puede ser consultada aquí.

A todo esto, la obra de Arrieta se cruza con lo político a través de la exploración, como un desconocido que intenta explicarse a sí mismo cómo la memoria interactúa con los espacios y genera una verdad que solo el tiempo y las circunstancias pueden revelar.
—Yo creo que mi obra siempre es política. Desde que entré a este grupo de teatro universitario, insistí en este aspecto, pero no solo desde un tema político en específico. Para mí, la política también son las relaciones, porque estas tienen una íntima conexión con el entorno y los cuerpos que lo habitan. Poner mis preguntas, inquietudes y deseos en el espacio de lo político es justamente eso: ponerlo en relación, hablar de lo que nos conecta y nos vincula.
—La memoria—, le digo a Francisco—, ¿qué significa para ti?
Arrieta parece liberar su mirada hacia, irónicamente, su propia memoria en busca de palabras.
—Es un campo de pensamiento y creación—, responde—. Es una posibilidad para no perdernos, y ahora más que nunca tendríamos que aferrarnos a ella, porque no es estática.
Su arte lo llevó a sembrar intervenciones de todo tipo, liderando el camino —o la trama— a partir de objetos que, tras su tratamiento, cobran vida a medida que confluyen con su entorno.
—Apelar a la memoria desde el espacio artístico es apelar a reconocernos y no perdernos—, me dice.
Confía en que un buen trabajo sobre el pasado construye un futuro sin los errores de siempre.

El artista mexicano llegó a la convocatoria por medio de las redes de la Fundación, además de que mantiene una relación cercana con el país. Algunas de sus obras han viajado por esta tierra, y es un participante activo en actividades universitarias, incluso como jurado de tesis.
En nuestra conversación él responde dudas sobre la curaduría escénica.
A: ¿Cómo describirías la curaduría para un público que no está relacionado con ella?
F: Cada vez más veo la curaduría como una práctica de pensamiento y creación. Una práctica curatorial tiene que ver con una mirada crítica en torno a algo y, a partir de esa mirada, generar un ensamblaje, una organización y un espacio al que la gente pueda acceder.
A: ¿Qué esperas encontrar en tu curaduría de este año en base a la experiencia artística que tienes?
F: Híjole… Me interesa mucho ver cómo las propuestas están generando relaciones, qué tipo de vínculos están estableciendo entre disciplinas, saberes y su contexto. No pensaría tanto en temas, sino en las metodologías que están trabajando lxs creadorxs. En ese sentido, me interesa apostarle a eso: a los vínculos y relaciones que se establecen con lo otro, con las disciplinas, los campos y, por supuesto, las personas.
Francisco reconoce el ruido de la ciudad tanto como percibe la calma del aire en su actual Pachuca. Su plan es recuperar los asuntos olvidados, las memorias desaparecidas y todo aquello que supone morir en los objetos. Su arte les da otra vida a lo que parecía haberse pausado para siempre.
“La memoria no es estática”, dice. Para él, esta siempre está en expansión. Es entonces cuando el impacto que alguna vez lo golpeó ahora pertenece a quien conoce su obra y se siente parte de ella, como un recuerdo prestado que se convierte en colectivo. En ese momento la fuerza de los objetos aplasta el olvido.
Por ello, nada o nadie
morirá nunca.